
La neshamá, nuestra alma, es parte de la luz de D”s. Es nuestra llama interior, nuestra propia luz, que, oculta entre los límites de lo material, ansía revelarse. Al arder se eleva, buscando a su Fuente, de la que proviene y a la que sigue unida.
El mundo en el que nos desenvolvemos precisa de la luz que solo otorga la espiritualidad. Pero el materialismo ahoga a nuestra llama, impidiéndole manifestarse. La problemática humana se resuelve íntimamente. La resolución de los conflictos depende de que la neshamá pueda revelarse en su máxima expresión. Cuando brilla la luz, la oscuridad desaparece y la presencia Divina se revela en el mundo.
La espiritualidad judía nos indica el camino, señalado una y otra vez por los Profetas. Es el camino de la unidad. Nuestra liturgia, nuestras mezuzot, los tefilín, nos lo recuerdan: D”s es uno.
La verdadera unidad se produce cuando nuestras almas se conectan a su Fuente. Entonces la luz brilla, las diferencias se resuelven, y surge la Paz. El camino de la unidad es el del sentido y del propósito en común. En este mundo de conflicto, de profundas diferencias, los propositos se individualizan, y se divergen. Los intereses personales no dejan ver el bien común, y el deseo por la satisfacción individual sobrepasa al altruismo intrínseco del alma.
El sentido unificante de la globalización, con todos sus aspectos cuestionables, constituye el campo para la instauración de un nuevo orden en el mundo. La tecnología, con su inmediatez, su proximidad y sus códigos universalistas, que han modificado nuestra percepción del espacio y del tiempo, es uno de los pilares sobre los que este nuevo orden aspira a sustentarse.
Ni buena ni mala, constituye ésta una herramienta lógica al servicio de quienes la utilizan. Pero la verdadera unidad excede el campo de la lógica, ya que es de orden Superior. Es en nuestras almas donde se libra la verdadera batalla.
Los seres humanos vemos hoy que nuestra problemática excede el marco de nuestro mundo personal, para cobrar dimensión universal, y que de ella no es posible sustraerse. Tenemos el mundo a nuestro alcance, y el mundo nos tiene a nosotros. Lo que nos concierne, le concierne a todos.
La unidad constituye el recipiente para la Revelación, para que lo Divino se haga manifiesto en el mundo. Para ello, lo humano debe guardar afinidad con la realidad Superior, participar de la Unidad de identidad y semejanza. En la unidad está el camino de la realización humana, que es el camino que conduce a la Paz.
Pero unidad no implica amalgamarlo todo indiferenciadamente, no significa fundir las diferencias en una misma masa, sino permitir a nuestras almas conectarse con su Fuente, en la medida de su identidad. La diferencia es una de las formas en que la unidad se manifiesta, cuando hay unidad en el propósito. En la unidad llevada a su verdadera dimensión, podrá hacerse evidente el propósito esencial que nos anima, aquello por lo cual vivimos, sufrimos, y nos desevelamos, que en esencia no es otra cosa que la Paz.
Nuestro mundo personal se ve atravesado por infinitas coordenadas, que lo abren a lo que lo trasciende. Nuestros vínculos, nuestras ocupaciones, nuestra cotidianeidad toda, constituyen el campo en el que se libra la batalla entre la oscuridad y la luz, de la que el mundo es expresión.
El arte forma parte del contexto general del mundo, y como tal participa de sus disyuntivas. Ya lo nuevo ha perdido valor, y la experimentación que ha dado lugar a la atomización del arte carece de sentido. Hoy el artista se enfrenta ante una cuestión existencial más primordial, que nos involucra a todos. En la resolución de nuestras disyuntivas que también son las del arte, encuentra el arte su razón de ser: la revelación de la Divinidad que anima al mundo desde sus profundidades, el fin de la búsqueda y el definitivo encuentro.
Gustavo Sergio Grisoski