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Retratos – Pérez Celis (2005)

Espacio de Arte Muestras

Pérez Celis en la AMIA

Cuando mi padre murió, en 1988, dejó una extensa biblioteca de libros en idish. Como no sabía qué hacer con ellos, le pregunté a Pérez Celis si podía dejarlos en su casa hasta tomar una decisión. Celis vivía entonces con su segunda mujer, Iris, en una espléndida casona, en la calle Lima, que había refaccionado con un austero buen gusto. El viejo sótano había sido transformado en una bodega y ahí depositamos los libros. Bromeando le comenté que si en cien años alguien hacía excavaciones en el sitio y descubría los libros, concluiría en que Pérez Celis había sido un criptojudío.

En realidad, estoy convencido de que Celis es un criptojudío. También es un criptomusulmán y un criptonegro, porque su sangre está mezclada con todas las sangres.

Esto no es así por razones de ancestro (aunque tal vez lo sea) sino porque Celis pertenece a esa selecta raza refractaria al prejuicio, incapaz de distinguir en la gente otro color que el de su naturaleza.

Aunque es argentino hasta la médula, hincha de Boca a riesgo de bochorno, capaz de dejar plantado a un embajador, como lo ha hecho, para irse a mirar un partido, obsesivo en el punto que debe alcanzar el asado y en el condimento que debe acompañar a la pasta, hay en él, como en su obra, una sustancia que transita cómodamente entre los lenguajes y culturas. Por eso ha podido vivir en lugares tan distintos como Caracas, París, Nueva York y Miami, sin ceder un ápice de su condición y, al mismo tiempo, absorbiendo el contexto como una esponja.

Por casualidad y privilegio, he compartido con Celis muchos de estos viajes y he sido testigo de la mutación de su arte como respuesta al entorno, con la libertad que solo se permiten los grandes creadores.

“Todo estilo es una cárcel”, suele sentenciar y esto explica que su imaginación esté siempre en movimiento, sin importarle las convenciones ni los riesgos.

Lo visité cuando vivía en Connecticut, en una cabaña de ensueño con el techo a dos aguas y la nieve apelotonada en las ventanas. En Nueva York, compartimos innumerables noches de conversación, tango y ensaladas macrobióticas regadas con vino mendocino en su estudio de la calle Broadway, en el Village. Una mañana lo llamé desde Nueva York a Grecia, donde pasaba unas vacaciones, para decirle que viajaba a Israel a cubrir una nota y por qué no me acompañaba.

Llegó por barco a Haifa, sin entender ni dónde estaba ni lo que le decían, pero comunicándose en el idioma universal de los que no necesitan palabras.

Recorrió Tel Aviv y Jerusalén con la fascinación del pibe de Liniers que en el fondo siempre ha sido, asombrado de haber llegado tan lejos.

Le encanta contar la anécdota de su llegada a un hotel de Haifa, para descubrir, en medio del Babel de idiomas, que el conserje era argentino y peronista. Nos reencontramos en Miami, donde llegó con Tamara, su tercera esposa, un regalo de los Cárpatos, llena de encanto y sabiduría, que solo merecen los privilegiados. He asistido al nacimiento de la mayoría de los retratos que integran esta muestra. Algunos, como el de Van Gogh y el de Berni, me provocaron el deslumbramiento que se siente ante una obra mayor, esa percepción de que la tela establece un nexo intenso entre la sensibilidad del artista y la del espectador, una introspección que es más profunda que las palabras y a la que solo puede aspirar la música.

No me asombra que la AMIA haya decido homenajearse con esta muestra. Pérez Celis es uno de los representantes de la Argentina que quiso ser, de la que aspiró a la trascendencia, del país que se nutrió de la fuerza de vida de la inmigración y prometió ser crisol de la diversidad.

El atentado del 18 de julio de 1994 dejó más que 85 muertos. Levantó un espejo sobre nuestra cara más horrenda y nos obligó a reconocernos en ella.

Pero el país posible no cede, por lo menos, en la ecuación de nuestra esperanza. Se alimenta de todos aquellos que nos hacen sentir orgullosos y humanos. Muchos habitan estos retratos. Pérez Celis, el artista, es uno de ellos.

Mario Diament

Miami, marzo del 2005

 

Los Retratos de Pérez Celis

Era cerca de la medianoche y mis alumnos que lo rodeaban en el estudio de la calle Lima, no pensaban retirarse. La clase había comenzado pasadas las 21.00 y el maestro, como lo llaman a Pérez Celis por falta de nombre y abundante trayectoria, irradiaba satisfacción frente a ellos.

Habían estado observando cuadros de gran tamaño que obligaba al conjunto a retroceder y agruparse contra la pared para verlos en toda su extensión. Pero también, como si fuera una coreografía que cambia sorpresivamente de ritmo, avanzaban con pasos rápidos cuando el maestro tomaba entre sus manos una obra de pequeño formato y descubrían que allí también, independientemente de su tamaño, la vitalidad estaba presente. La contemplación, esta vez, la realizaban lentamente como si la coreografía propusiera una zona silenciosa de intima resolución.

En ese instante surgió la pregunta:

 -Maestro, ¿cuándo nos damos cuenta que un cuadro es una obra de arte?

La respuesta llegó rápidamente:

-¿Y a vos alguien te explica qué debes sentir frente al mar?.

Mirar el mar es bañarse en él con los ojos abiertos. Es entrar en una paleta de colores limitados donde azules, verdes y turquesas teñidos por reflejos amarillos y plateados se unen o se apartan, como en un posible cuadro de Pérez Celis. Introducir a los alumnos a contemplar una obra de arte, es invitarlos a experimentar una actitud oceánica ante la vida. Es incentivar a trabajar la mente y el espíritu desde la propia experiencia, es animarlos a transitar por suaves ondas que por momentos se mueven en la superficie, pero también a luchar contra fuertes tormentas que conducen a la profundidad. Enunciada con seguridad y sencillez la contestación implicó también el resultado de una experiencia cultural cotidiana. Como escribió Julio Cortazar en Rayuela: “No aprendas datos idiotas. ¿Por qué te vas a poner anteojos si no los necesitas?”, Celis se corrió del supuesto saber que se le otorga al artista y obligó a los alumnos a encontrar una respuesta dentro de ellos mismos…porque cada uno tiene su propia vivencia al contemplar el mar!

La palabra retrato proviene del verbo latino retrahere (copiar), del que deriva también la forma italiana ritratto. Su definición más general dice de la necesidad de representar el rostro de un individuo por medio de técnicas artísticas que establezcan rasgos de verosimilitud para alcanzar lo semejante.

Lejos está Celis de este formal enunciado. Él no trabaja desde una representación naturalista buscando un parecido, no es un arqueólogo que tiene la necesidad de reconocer un territorio. Por el contrario, su pintura trata de desentrañar las particularidades que subyacen entre el carácter y la sensibilidad de los retratados y lo que su memoria conserva de ellos. Para eso deja de lado aspectos inmediatos, presentes en la vida cotidiana y celebra lo permanente. Celis le pone rostro a la vida desafiante, a la que transita por lo no conocido, a la que convive con la angustia de la creación. Para decirlo con pocas palabras, son retratos que no indagan en el parecido, sino en la plenitud de vidas apasionadas. Pueden ser escritores, músicos, pintores, estadistas o científicos, que no quedan aislados, deambulando en el espacio olímpico de los dioses, sino que están cerca, mezclándose y desplegándose en su mítica como los recuerdos más preciados en un cuarto adolescente.

En sus primeras obras, Celis pintaba el horizonte obligando a elevar la mirada para contemplar la vasta extensión. La presencia del amplio espacio era la clave que simbolizaba la distancia aún antes de comenzar su vida nómade. En aquel momento no lo sabíamos, pero aquella pintura abstracta de grandes dimensiones presagiaba un destino errante, era en esencia la búsqueda de lugares para vivir. Podían ser la llanura pampeana o las montañas del Cuzco, también grandes espacios urbanos como Buenos Aires, París, Nueva York o Miami, pero todos los lugares coincidían en la necesidad de encontrar un sitio universal para asentar su mundo en el mundo.

Por esta razón el retrato de Julio Cortazar está pintado con tanto sentimiento. El rostro juvenil emerge de la noche al absorber la luz con fuerte intensidad. Pequeños manchones blancos se extienden sobre la superficie como si fuera una nevada en París o una nevada fatal en la Buenos Aires del Eternauta. Por extraña coincidencia, el no color con el que está resuelto el cuadro lo emparenta con los grises de ambas ciudades. Sobre el sector derecho del cuadro, una rayuela dibujada por líneas sucesivas se convierte en la metáfora que da sentido a la obra. Es el paralelo entre Celis y Cortazar obligados a saltar por la rayuela hacia un destino de ida y vuelta fijado en París, o en Buenos Aires. Rayuela es el símbolo que suelda obra y vida: salir de la tierra, saltar de casilla en casilla, llegar al cielo y desde allí comenzar el retorno.

Los retratos de Borges y Sábato completan la trilogía de los más importantes escritores argentinos. El rostro de Borges está resuelto dentro de una expresión abierta a la comprensión de las fuerzas ocultas que gobiernan el universo; por el contrario, el rostro de Sábato refleja el ensimismamiento, la angustia y el desasosiego por evitar las tinieblas y alcanzar la luz que se vislumbra al final del túnel.

Todo artista sueña con pintar un retrato de Van Gogh. La amplitud de su humanismo, su cosmovisión del arte y una obra plena de intensidad cotidiana, lo convierten en una fuente inagotable de emoción.

El retrato de Van Gogh que pintó Pérez Celis lo sitúa con esa máxima expresividad. Allí están presentes tanto el Van Gogh de los comedores de papas como el de las noches estrelladas. El de la visión nocturna del café donde afloran las “terribles pasiones de los hombres,” como el que renuncia a las sombras de las cosas pintando paisajes con la cruda luz del mediodía. Y también está el Van Gogh que presiente la muerte cuando Celis pinta un conjunto de cuervos justo donde más duele, en el foco de su mirada.

El mismo carácter le otorga al retrato de Antonio Berni ofreciendo dos posibles interpretaciones: un ojo perfectamente delineado, aludiría a la visión de la realidad a la cual Berni acudía siempre como fuente de inspiración; el otro esbozado con gran síntesis, indicaría la mirada poetizada que nunca abandonó. Realizado dentro del espíritu neo-pop con el que trabajó en sus últimas obras, el rostro de Berni fue pintado con la misma pasión que orientó su vida.

Celis es un artista al que la música conmueve y alimenta sus visiones. El tango lo motiva permanentemente. En el retrato de Astor Piazzolla destaca la concentración y el deleite al momento de ejecutar la pieza. Inclinado su rostro sobre el instrumento, entorna los ojos en un típico gesto de sentida interpretación. Pequeños reflejos de luz se deslizan por el metal que une los frunces del fuelle al desplegarse sobre la tela en toda su extensión.

El retrato de Astor Piazzolla resuelto con una paleta intimista contrasta con la energía que se desprende de las coloraciones puestas en el de Carlos Gardel, a quien Celis sacó del bronce y congeló su imagen como le gusta recordarla al pueblo, en un tiempo de eterna juventud.

Por el contrario, Beethoven está resuelto con toda la fuerza de su genialidad. Aplica cambios bruscos de color, fuertes incidencias de la luz y la sombra y una sucesión constante de momentos de tensión y reposo.

Los rostros de Freud, Einstein y Leloir completan el grupo de personalidades con que la pintura homenajea a la Ciencia. Los dos primeros fueron resueltos desde la turbulencia de la fantasía; en cambio el rostro de Leloir, se ajusta más a la proyección reflexiva. Los tres encarnan atributos de sueños, utopías y realidades que se conjugan en la vida de los creadores.

El retrato de Rafael Squirru pintado por Pérez Celis, contiene la mutua pasión por la pintura que habita en el corazón de estos hombres. El rostro del crítico en un destacado primer plano ocupa la totalidad de la tela y su presencia se acentúa aún más, por la fuerte luz frontal que recibe. Squirru dedicó su vida a revelar esencias por medio de textos críticos o poéticos. También descubrió lo que no había y creó en los años ’60 el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. El retrato deja ver las consecuencias de esa lucha; “rostro de mapa” diría A. Yupanki, son las huellas que lo marcaron al transitar un camino de pionero.

En intimas conversaciones Celis manifestó su deseo de exponer en Israel. Esta aspiración está presente desde hace muchos años cuando durante un viaje por las ciudades de Tel Aviv y Jerusalem tomo contacto con una sociedad abierta a las diferentes identidades culturales. Celis recuerda su participación juvenil en el Premio de la Sociedad Hebraica, uno de los estímulos privados más importantes que se realizan en Argentina en el que, tiempo después, fue invitado a participar como jurado.

En la década del ’90 frente a los atentados contra la Embajada de Israel y AMIA, Pérez Celis se situó junto al clamor general por el pedido de justicia. En mayo de 1995 participó de la muestra de arte y subasta “Por la Reconstrucción y para no perder la Memoria”, evento que, por la fuerza de su apoyo solidario, fue considerado como una de las subastas de arte contemporáneo más importante que se hallan realizado en el país. El 22 de junio de 1996 fue invitado a hablar en el encuentro semanal que realizaba Memoria Activa frente al Palacio de los Tribunales. Ahí expresó: “Si la vida es el valor supremo, cercenar la vida es el delito supremo”.

En 1998 participó del libro “1948/1998 los argentinos e Israel 50 años” con una obra de gran tamaño llamada “Eclesiástico”, que representa un frondoso árbol de la vida entrelazándose con una estrella de David.

El Congreso Internacional “Recreando la Cultura Judía” organizado por la AMIA en julio del 2003, volvió a acercar a Celis a la vida cultural judía. En el marco de este evento se realizó la segunda exposición “Grandes Maestros y la Temática Judía” en el que el artista realizó una obra que fue donada y permanece exhibida en la sala de reuniones de la Institución. En diciembre del 2004 la AMIA le entregó un reconocimiento por esta valiosa trayectoria.

Desde esta proximidad nació el retrato de Isaac Rabin. El rostro enérgico en primer plano divide el espacio en dos medios como si fueran la guerra y la paz. En uno predomina la oscuridad, en otro la luz; uno es la penumbra que oculta todo, el otro es la vida acentuada por el color. Un delicado equilibrio se manifiesta en la obra. Por un lado, la zona de máxima oscuridad absorbe la fuente de luz que irradia la paloma blanca; por el otro, el sector coloreado sobre la frente funde sus tonos con los de la bandera de Israel y se proyecta más allá de los limites del cuerpo, hacia el firmamento. El retrato destaca la probidad del líder: la mirada fijada en un punto alto del horizonte, la boca con labios dibujados, entreabierta para conversar y un haz de luz rasante sobre el oído, resalta la necesidad de escuchar. Estos atributos marcaron la personalidad de un dirigente que buscó el camino más corto para firmar la paz entre dos pueblos.

Los rostros del Barón Mauricio de Hirsch y del escritor Alberto Gerchunoff completan la saga judía. Ambos comparten la tela del mismo modo que compartieron los sueños: uno desde la aristocracia y la filantropía, el otro desde la pluma y el chiripá. Así permanecen unidos por la expresión judía popular que dice “nosotros sembramos la tierra y cosechamos doctores”.

Las luces de la memoria” es una obra emblemática que se destaca por el tratamiento plástico y la relación simbólica de su sentido. Toques de color azul, verde, amarillo, tierras y ocres orientan la lectura de la obra hacia la sensibilidad, pero al mismo tiempo las relaciones de luz y el fuerte claroscuro instalan también la necesidad de acudir al pensamiento. Del emblema de la AMIA bajo tierra, nacen las raíces que forman el árbol de la memoria transformando las ramas en un candelabro de siete brazos. Ochenta y cinco llamas-lágrimas se extienden sobre la tela, creando un signo de evocación original, que une dos elementos opuestos: el agua y el fuego. Celis obliga al contemplador a elevar la mirada proponiéndole transitar por una emoción contenida, ante la coincidencia de lecturas continuas y superpuestas.

Conocedor de los colores que anidan el alma, Celis al pintar su autorretrato, eligió alejarse de las certezas y dejar atrás verdades absolutas. No concentró su visión frente a un espejo para que éste le devuelva todos los detalles, como se concibe en un retrato tradicional; no se detuvo en pormenores, prefirió pintarse a si mismo de memoria y priorizó lo que más le interesa: el diálogo directo con el contemplador. Ante su imagen no se sabe quién mira y quién es el mirado.

Los retratos pintados por Pérez Celis sorprenden por la fuerza de sentido y de búsqueda en la transformación del lenguaje. Sin duda provocará escozor en aquellas personas de mirada agotada, que al no poder contemplar con frescura mantienen un solo punto de vista y encasillan su obra dentro de parámetros clásicos abstractos. Por el contrario Celis con esta exposición, celebra la vida una vez más, transitando un nuevo periodo pleno de vitalidad artística y confluencia cultural.

Julio Sapollnik

FICHA TÉCNICA

Título: Retratos
Artista: Pérez Celis
Fecha: Abril y Mayo de 2005
Se expuso en Espacio de Arte AMIA
Se realizó un cátalogo para esta muestra

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